En 2017, Richard H. Thaler fue reconocido con el Premio Nobel gracias a sus estudios sobre la economía conductual, disciplina que, a grandes rasgos, subraya la importancia de la psicología humana a la hora de tomar decisiones relacionadas con la economía o con las finanzas. Ese año, los robo advisors (o gestores automatizados de activos) ya eran una realidad en el mundo de la inversión, si bien su nivel de penetración desde entonces y hasta el día de hoy ha sido menor del que auguraban algunos, hasta el punto de que, entre las conclusiones que pueden extraerse de la crisis global vivida como consecuencia de la pandemia por el coronavirus, parece estar la de que los asesores financieros tradicionales, entendiendo estos como los humanos, han ganado mayor prestigio, confianza y notoriedad dentro de las preferencias de los clientes.
Basados en logaritmos, los robo advisor prometen un servicio de gestión del patrimonio automatizado, para lo que se apoyan en la menor acción humana posible y en la gestión pasiva, por lo que la mayoría de ellos apuesta por los fondos indexados y por los ETFs. En principio, un análisis preliminar invitaría a pensar que solo aportan ventajas para el ahorrador, merced a que, por ejemplo, se basan en la inteligencia artificial y en el aprendizaje cognitivo automático para la gestión del capital, reduciendo los tiempos de respuesta (y el coste para el cliente) y siendo capaces de evaluar una cantidad ingente de datos para la toma de cualquier decisión. Sin embargo, los meses precedentes, de una extraordinaria dificultad para los mercados bursátiles, han servido para apuntalar, aún más, el servicio de valor que prestan los asesores financieros. ¿Por qué ha ocurrido esto, y, quizá, lo más importante, continuará esta tendencia en los próximos años?
Navegar en aguas turbulentas
Más allá del juego de palabras con el conocido éxito de Simon and Garfunkel, la industria financiera recordará 2020 como uno de los años más difíciles de la historia, marcado por un nivel de incertidumbre sin precedentes, por una volatilidad desbocada y, en general, por una inestabilidad que inundaba de miedo, cuando no, directamente, de pánico, a muchos ahorradores. El cóctel perfecto para que muchos de ellos tomaran decisiones de inversión precipitadas y con la cabeza en caliente, por ejemplo, deshaciendo posiciones a pesar de estar perdiendo dinero y, por supuesto, sin tener en mente el cumplimiento de sus objetivos vitales en el largo plazo.
En este sinuoso viacrucis, acrecentado por las medidas de confinamiento que imposibilitaban la concreción de encuentros presenciales, los asesores financieros han sido capaces de tomar una actitud muy proactiva con sus clientes, principalmente, a través de una doble vía: aportándoles la serenidad que su conocimiento profesional y el estudio de los datos disponibles les permite para evitar que se tomen decisiones precipitadas; y favoreciendo la inversión en activos que puedan ofrecer una rentabilidad relevante en el largo plazo, habida cuenta de que, dentro del contexto general de bajos tipos de interés en todo el mundo, es preciso que se incremente, aunque sea de manera leve, el nivel de riesgo de las carteras para optar a cosechar las plusvalías suficientes con las que, al menos, lograr batir al comportamiento de la inflación.
Con el enorme desafío a todos los niveles que eso supone, los asesores han sabido complementarse con las nuevas tecnologías por medio de una estrategia omnicanal, que les ha permitido, aun en la distancia física, estar más cerca que nunca de sus clientes a través de salas virtuales en streaming, de servicios de mensajería virtual instantánea, de correo electrónicos o, directamente, gracias a las llamadas convencionales de teléfono. De este modo, han adaptado sus agendas y sus horarios para ser lo más flexibles posible con las necesidades de sus clientes, principalmente, y poder atender sus dudas, escuchar sus posibles miedos y adaptarse a sus necesidades y deseos en un entorno en continuo cambio y renovación.
Varios roles en un único perfil
Poniéndose, a la vez, la gorra de educador financiero, de psicólogo de las emociones, de planificador de presente y de futuro, y hasta de persona garante de la máxima confianza del cliente, el asesor ha sido -y sigue siendo- capaz no solo de evitar que, en un momento de pánico, el usuario modifique su cartera condenando negativamente sus expectativas de rentabilidad, sino, también, logrando el efecto contrario, esto es, consiguiendo calmar la euforia cuando se inicia un rally alcista en los mercados, por ejemplo, tras anunciarse el éxito de las primeras vacunas contra el Covid-19. En definitiva, se trata de tener la capacidad de generar un enfoque holístico e integrador de todo lo que está ocurriendo para ofrecer soluciones reales y eficaces, plenamente adaptadas y personalizadas a las necesidades de sus clientes en cada momento.
Es decir, poniendo a disposición del ahorrador un plan financiero a largo plazo, pero en permanente adaptación, de modo que pueda ofrecer, en todo momento, alternativas al inversor en base tanto a su opinión como experto como a la identificación de oportunidades, consecuencia del constante análisis de información relevante. Tareas, por cierto, en las que el asesor, por qué no, se puede y se debe apoyar en las nuevas tecnologías para facilitar su desempeño, por ejemplo, automatizando actividades administrativas tediosas y que le restan tiempo, de modo que se pueda concentrar en trabajos cualitativos que, realmente, le aporten valor al cliente.
El valor agregado del hombre frente a la máquina
Una reciente encuesta llevada a cabo por EFPA España bajo el título ‘Sentimiento de la industria e inversores ante la crisis del Covid-19’, afirma que muchos de los asesores financieros han sabido modificar sus esquemas de trabajo para ser más proactivos durante la pandemia, anticipándose a las necesidades de sus clientes, de manera que se han puesto en contacto con ellos para establecer un canal de comunicación fluido y estable, de acuerdo a la situación de excepcionalidad que se ha vivido en los mercados. Las nuevas formas de relación telemáticas, impulsadas por las medidas de confinamiento, les han servido para transmitir a los ahorradores que, a pesar de su gravedad, la situación de crisis económica es coyuntural y no estructural.
Esta personalización y sensibilización de los mensajes a los clientes es algo que ningún robo advisor, por mucha inteligencia cognitiva que incorpore, será capaz de implementar, ya que se limita a tomar decisiones simplemente basadas en la lógica y en la experiencia financiera. Por el contrario, los asesores han sabido, junto a sus habilidades profesionales y empáticas, añadir los beneficios de la tecnología para prestar un servicio excelente, por ejemplo, integrando en su gestión apps y herramientas digitales que facilitan la relación con los inversores, como sistemas de mensajería instantánea, chats o servicios de compartición de archivos en la Nube.
*Además, han logrado entender la complejidad de la situación en los mercados, valorando el peso de la especulación que la recesión global y el temor en relación a la evolución de la pandemia podían tener en las decisiones de los inversores. Tanto es así que, de acuerdo a una reciente encuesta llevada a cabo por la consultora Dalbar sobre inversores de Estados Unidos, a pesar de ser muchos de ellos usuarios habituales de robo advisor, la gran mayoría estima que los asesores han sido más diligentes en comunicarse con los clientes que los gestores automatizados durante la crisis, lo que hace que, en plena era de la digitalización, tres de cada cuatro aseguren que tienen plena confianza en estos profesionales y que seguirán apostando por ellos en el futuro.
Fuente; elasesorfinanciero.com