Unas finanzas públicas devastadas aconsejan buscar recursos debajo de las piedras, pero cuesta creer que una economía en coma soporte tal electroshock sin sucumbir
El severo mandoble que la peste-19 ha dado a la economía ha precipitado la recesión que se creía inevitable para este año en Estados Unidos, ha devuelto a la vecindad al agobio paralizante de hace diez años y ha sacado al Gobierno de la confortable zona que habitada con el crecimiento del 2%, por menguante que fuera y lo apremiante de su fecha de caducidad. Los planes de todos los agentes económicos se han volatilizado y hay que empezar de cero. España se preparaba, pese a la merma y debilidad de la demanda de los trimestres previos a la epidemia, a expandir derechos sociales de nueva planta y a financiarlos con subidas de impuestos, en la creencia peregrina del Gobierno de que tiene un margen de presión fiscal de cerca de diez puntos de PIB. ¡Qué ingenuidad!
A tal proyecto no parece haber renunciado, aunque las urgencias de recuperar la actividad y el empleo destruidos lo ha desplazado por una larga temporada. Pero de tal manera había calado la intención tantas veces cacareada, que una de las principales preocupaciones para los próximos años expresadas por las empresas en una encuesta de Estadística paralela a la última publicación del Indicador de Confianza Empresarial, de apenas hace un par de semanas, es la subida de los impuestos. Solo los temores a una caída persistente de la demanda de sus productos y el incremento de la morosidad de clientes superan en intimidación a la fiscalidad; incluso en las empresas de menos de 50 trabajadores de muchas actividades la fiscalidad llega a ser más preocupante que la mora. Hasta las tensiones de liquidez palidecen frente al temor de una subida de impuestos, e incluso el riesgo de involución de la norma laboral con la que el Gobierno lleva dos años dando la tabarra ha perdido poder de intimidación y aparece difuminado frente a una escalada impositiva.
Estas opiniones no recogen otra cosa que lo expresado por la cumbre empresarial convocada por la CEOE para aportar con toda solemnidad soluciones a los gobernantes, y de buena parte de los contribuyentes particulares, que han visto mermados sus ingresos por el parón de la economía. Pero lo cierto es que, aún con la vieja estrategia de subida de impuestos para financiar gasto social aparcada y ya solo agitada por Pablo Iglesias, la necesidad de Hacienda de recaudar más es un imperativo categórico si quiere limitar las monstruosas cifras de déficit y disponer de recursos para movilizar la economía, aunque cuente con el alivio incierto todavía de los fondos comunitarios. Una deuda pública creciente, un sistema de pensiones con un déficit de más de 20.000 millones al año y una caída de las bases imposibles del orden del 10% este año necesitan el auxilio de una subida de los tipos impositivos o explorar nuevas fuentes de ingreso.
La cuestión es que la economía está tiritando y no soporta el electroshock de una subida de impuestos por el riesgo evidente de producir el efecto contrario, cual es precipitar una adicional contracción de la demanda, pérdida adicional de empleo y destrucción de los negocios que lo sustentan. Y en tal escenario tiene que cuadrar la ministra de Hacienda las cuentas, atrapada entre la necesidad de elevar la presión fiscal individual y la imposibilidad de hacerlo para evitar daños mayores. En esta materia la religiosidad ideológica vale de poco, porque demostrado está que salvo en economías muy sólidas, las subidas de impuestos reducen el crecimiento en todos los casos (y la recaudación muchas veces como alertó Laffer), y está por ver qué efectos tendría sobre una economía en estado catatónico como la española, a la espera de ver en qué queda esta nueva oleada de contagios de la peste-19.
La ministra de Hacienda tiene múltiples opciones sin necesidad de crear nuevos impuestos de elevar los ingresos, porque el sistema impositivo español tiene múltiples deficiencias que deberían corregirse, y que están alojadas especialmente en el Impuesto sobre el Valor Añadido y en un rosario de exenciones en otras figuras que engordan el capítulo de gastos fiscales, un auténtico saco sin fondo, un refugio de intereses creados para determinados colectivos que se ha enquistado para siempre en los Presupuestos públicos y en la gestión tributaria. La Airef ha advertido estos días de la necesidad de revisarlos prácticamente todos, aunque todos responden a alguna necesidad, presente o pasada, que solo fue atendida por esta vía del regalo fiscal, muchas veces sin más justificación que la presión de grupos de interés practicada a la manera de La escopeta nacional.
Es discutible si los incentivos a capitalizar fondos de pensiones, a estimular el alquiler vía socimis o a retener capital con sicavs dan resultados o no, o los dan según quien los analice y de qué color sea el cristal a través del que los mira. Pero el desempeño del IVA, donde se alojan la inmensa mayoría de los gastos fiscales (20.500 millones de un total de 34.800), es tan manifiestamente mejorable como las fincas rústicas. Es poco admisible que España sea de los países en los que el IVA, que es un modelo replicado en todos los países europeos para gravar el consumo, reporte menos ingresos al erario. El último año solo sumó un 6,5% del PIB con un tipo general del impuesto incluso superior al francés o alemán, como consecuencia tanto de la existencia de un vasto conjunto de productos y bienes que tributan a un tipo reducido (10%, frente al 21% general) y otro no menos vasto que lo hacen al superreducido (4%), como de la facilidad para la elusión fiscal que practica en el impuesto.
Los expertos calculan que los ingresos por IVA deberían crecer al menos un 25% sobre los 74.260 millones ingresados en 2019 con solo limpiar los tipos reducidos (la aplicación del 10% cuesta a Hacienda 8.660 millones al año, y la del 4%, 3.230), lo que llevaría el tipo efectivo bastante cerca del 21% general, mientas que ahora está en el 15,31%, según la propia Agencia Tributaria. Los ingresos en un ejercicio tipo rondarían, por tanto, los 100.000 millones de euros (9% de PIB). Y en cuanto al desempeño de un verdadero plan contra el fraude está por ver, pero ayudaría la generalización de los pagos con tarjeta, algo cada vez más extendido entre las generaciones más jóvenes, incluso en los micropagos.
Retirar estos descuentos a los productos y servicios afectados, desde la alimentación, las casas o las flores (¡ay, la dichosa enmienda Ferrusola, que impuso tal IVA a las flores en 1994 cuando CiU tenía bien cogido al Gobierno González y la matriarca de los Pujol, la más extendida red de floristería de Cataluña!), el transporte, la hostelería o el ocio, supone una subida de impuestos para toda la población, si bien es cierto que dañaría más a las rentas bajas que destinan mayor proporción de su sueldo a estos menesteres, y quizás no es el momento, señora Montero. Cuesta creer que le pida a usted el cuerpo encarecer los servicios sociales (4.700 millones de ayuda fiscal), el acceso a la vivienda (2.170 millones), a la sanidad y la educación (algo más de 5.000 millones) o a la actividad comercial y turística (5.358 millones), estando todo como está.
En el Impuesto sobre la Renta y Sociedades hay otra buena cantidad de rebajas fiscales reglamentadas en los Presupuestos, con 7.846 millones en 2018 en el primero, y 3.453 en el segundo, pero que se concentran en la sempiterna y biempensante discriminación positiva en favor de las rentas bajas en el IRPF y en el estímulo a la actividad empresarial en Sociedades.
Poco margen real hay, la verdad, cuando más aprieta la necesidad por un déficit desbocado y la necesidad de embridarlo con urgencia. Pueden generarse nuevos impuestos de naturaleza ecológica, tasas al tráfico de contenidos en internet si son comunes en Europa, estirar las accisas o poner en marcha copagos por uso de determinados servicios o bienes para tratar de llegar allí donde no lo hagan los subsidios europeos prometidos. Subir el IRPF o Sociedades o las cotizaciones (salvo las de los trabajadores) parece ahora una temeridad, por mucho esfuerzo que haga el Gobierno en convencernos de lo contrario.
Fuente; cincodias.elpais.com